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Pintura anónima de Fray Martín de Porres, existente en el Monasterio de Santa Rosa de las Monjas de Lima (Siglo XVII) |
Los ratones de Fray Martín
Tradiciones de Ricardo Palma
Con este pareado termina una relación de virtudes y milagros que en hoja impresa circuló en Lima, allá por los años de 1840, con motivo de celebrarse en nuestra cultura y religiosa capital las solemnes fiestas de beatificación de Fray Martín de Porres.
Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579, y fue hijo natural del español don Juan de Porres, caballero de Alcantara, en una esclava panameña. Muy niño Martincito, llevólo su padre a Guayaquil, donde en una escuela cuyo domine hacia mucho uso de la cáscara de novillo, aprendió a leer y escribir. Dos o tres años más tarde, su padre regresó con él a Lima y a púsolo a aprender el socorrido oficio de barbero y sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo.
Mal se avino Martín con la navaja y la lanceta, si bien salió diestro en su manejo, y optando por la carrera de santo, que en esos tiempos era una profesión como otra cualquiera, vistió a los veintiún años de edad el hábito de lego o donado en el convento de Santo Domingo, donde murió el 3 de noviembre de 1939, en olor de santidad.
Nuestro paisano Martín de Porres, en vida y después de muerto, hizo milagros por mayor. Hacia milagros con la facilidad con que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si el padre Manrique o el médico Valdés) dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que siguiera milagreando (dispénsenme el verbo). Y para probar cuán arraigado estaba en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que en momentos de pasar fray Martín frente a un andamio, cayóse un albañil desde ocho a diez varas de altura, y que nuestro lego lo detuvo a medio camino gritando “¡Espere un rato hermano!” Y el albañil se mantuvo en el aire hasta que regresó fray Martín con la superior licencia.
– Buenazo el milagrito, ¿eh? Pues donde hay bueno, hay menor.
Ordenó le prior al portentoso donado que comprase, para consumo de la enfermería, un pan de azúcar. Quizá no le dio el dinero preciso para proveerse de la blanca y refinada, y presentósele fray Martín trayendo un pan de azúcar moscabada.
-¿No tiene ojos, hermano? – díjole,– ¿No has visto que por lo prieta más parece chancaca que azúcar?
–No se incomode su paternidad, contestó con cachaza, el enfermero–. Con lavar ahora mismo el pan de azúcar, se remedia todo.
Y, sin dar tiempo a que el prior le arguyase, metió en el agua de la pita el pan de azúcar, sacándolo blanco y seco.
¡Ea!, no me hagan reír, que tengo partido un labio.
Crees o reventar. Pero conste que yo no lo pongo al lector puñal al pecho para que crea. La libertad ha de ser libre, como dijo un periodista de mi tierra. Y aquí noto que, habiéndome propuesto sólo hablar de los ratones sujeto a la jurisdicción de fray Martín, el santo se me estaba yendo al cielo. Punto con el introito y al grano, digo a los ratones.